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Introducción

En este momento político y social sin precedente en Colombia, tras la firma de los acuerdos de paz, es fundamental la creación de un espacio que revise desde distintas perspectivas la historia política, económica y cultural de esta zona del país, para imaginar y proponer nuevos modos de convivencia. 

El enclave singular en la ciudad de Cali de la Hacienda Cañasgordas supone un punto de encuentro entre la ciudad y el campo. El entorno y ecosistema privilegiado del que goza la Hacienda, es un detonante perfecto para el estudio y el conocimiento del ecosistema de la zona, poniendo en manifiesto la imperiosa necesidad de conservación de los ríos y las especias vegetales y animales de la zona.

La Memoria, entendida en un sentido amplio, es el eje transversal del proyecto. Al igual que el agua tiene memoria y los ríos siempre regresan a sus causes, recuperar la memoria de la Hacienda Cañasgordas es recuperar un capítulo fundamental de la historia de la ciudad, así como de la región. 

Es por lo anterior que se considera que una vía para conseguir recursos para el sostenimiento de la Hacienda es poniendo al servicio de la comunidad un restaurante de alta cocina, que recoja las tradiciones culinarias de la época. El restaurante estaría armónicamente localizado en el Trapiche, en donde los comensales además de disfrutar de la buena mesa, puedan tener contacto, de primera mano, con la historia de nuestra ciudad. 

Financiación

Uno de los aspectos más importantes de cara a la sostenibilidad del proyecto en el tiempo es su modelo de financiación. Es la Fundación Cañasgordas la encargada de gestionar los recursos para estos efectos. Para ello la hacienda, tal como se indica en el PEMP, podrá disponer de la zona del Trapiche para la explotación comercial a través de un restaurante, tienda y librería. 

Otra fuente de financiación serán los recursos generados a través de boletería. Como cualquier fundación, la Hacienda Cañasgordas también podrá recibir recursos de donantes y será de vital importancia la creación de un programa de amigos de la Hacienda que canalice todo tipo de aportes, membresías y suscripciones. 

Por último, se buscará el apoyo de instituciones y organismos, así como de recursos públicos para financiar proyectos específicos que se den dentro de las actividades del centro. 

A través del Inventario del Patrimonio Cultural Inmueble del Municipio de Cali, en correspondencia con las disposiciones nacionales, reconoce a la Hacienda Cañasgordas como un bien de interés cultural, la cual hace parte del conjunto de haciendas que constituyen el patrimonio paisajístico ambiental del municipio. La casona de la Hacienda Cañasgordas ubicado al costado occidental de la calle 25 (Avenida Cali-Jamundí), fue declarado Bien de Interés Cultural de ámbito Nacional (BICN), mediante decreto número 191 del 31 de enero de 1980.

El Alférez Real

Prólogo

En 1959 la Universidad del Valle publicó una edición de “El Alférez Real” de Eustaquio Palacios, comentada por Alberto Carvajal, uno de los intelectuales más prestigiosos de su tiempo. El libro, publicado originalmente en 1886, tiene el mérito de reconstruir la vida de las grandes haciendas vallecaucanas, que fueron determinantes en la formación regional en el siglo XVIII, y las costumbres patriarcales que se desarrollaron a su alrededor. 

Eustaquio Palacios escoge el escenario de la Cañasgordas, la Casa Grande, como la llamaban entonces, para la historia de amor con un inusual final feliz, un tanto impropio de las novelas románticas, ente Daniel e Inés de Lara y Portocarrero. Con el transcurso del tiempo se ha convertido en unos de los hitos de la literatura nacional del tiempo se ha convertido en uno de los hitos de la literatura nacional, y junto con “María” de Jorge Isaacs, en la novela más destacada de la segunda mitad del siglo XIX, cuando se mezclan el romanticismo y el costumbrismo. 

La Universidad del Valle ha querido reeditar la obra, enriquecida con los comentarios de Alberto Carvajal, como una manera de vincularse al proceso de restauración de la hacienda, en tan buena hora emprendido por la Nación y el Departamento del Valle del Cauca. 

La lectura de “El Alférez Real” permite mirar a Santiago de Cali en tiempos de la Colonia, entender sus condiciones económicas y políticas, sus creencias y costumbres y, en general, la cultura que compartían los vecinos de la ciudad, que se extendía desde la colina de San Antonio hasta la capilla de San Nicolás y desde las orillas del río hasta la plazoleta de Santa Rosa. 

La figura histórica del don Joaquín de Caycedo y Cuero, de cuyo señorío, influencia y sacrificio da fe la Gran Casa, estará siempre entrañablemente unida a la de Eustaquio Palacios y su historia de amor. Para la Universidad del Valle es muy grato recordar ese vínculo con esta edición. 

Edgar Varela Barrios

Rector.  

Introducción

Diez y nueve años después de haber aparecido “María” vio la luz en Cali otra novela vallecaucana, obra de indiscutible mérito, a la que sólo faltaba para ocupar el prominente lugar que le corresponde en la novela americana, el que sea debidamente conocida, pues las ediciones hechas hasta ahora desde 1886, año de su aparición, han sido pocas y de escaso número de ejemplares. Razón por la cual es casi imposible conseguir un ejemplar; no obstante que la demanda en los últimos años ha sido creciente, especialmente de lectores extranjeros a quienes atrae ese género de novela que les orienta sobre nuestro hechizante pasado y les permite medir las posibilidades de nuestro porvenir. 

Para nosotros, los que tuvimos la fortuna de nacer en esta vieja villa de Santiago de Cali, bajo sus cielos abiertos, a la vera de esta planicie de esmeralda incomparable, escoltada por el azul nebuloso de montañas distantes, esa obra y el nombre de su autor nos son familiares desde niños. ¿Cuál de nosotros no ha leído “El Alférez Real” y no sabe que su autor, el doctor Eustaquio Palacios, era un distinguido humanista y profesor, muerto en una noche de septiembre a finales del siglo pasado? 

No sabemos si el haber vivido desde nuestros primeros años los parajes, el ambiente y algunas de las costumbres, subsistentes aún, de que con tanta exactitud se habla en ese libro, motiven la admiración y cariño con que siempre le hemos visto y guardado entre los libros predilectos. Hay sin duda otros muchos más dignos de admiración y más arreados. Seguramente esa dilección nuestra es cordial. Pasa por esas páginas, desprovistas de todo artificio literario, sin adornos retóricos, es un hálito tal de vida que desde que principian leerse atraen y cautivan el ánimo. Palpita en todas ellas, sin eufemismos ni poéticas mistificaciones, la verdad del vivir. Esa novela es un retazo de nuestra monótona existencia de ayer, con sus asperezas, sus ilusiones, sus convencionalismos, sus ingenuidades y sus problemas cotidianos. 

De la vida colonial de Cali, que era la de todas las ciudades americanas fundadas por españoles en este Continente, extrajo, como de rico filón, el autor el precioso material para su obra. Como lo decimos en una de las notas, al considerar las influencias ejercidas en él por sus estudios y lecturas, no hay duda de que al escribir su novela pensó en Walter Scott, y éste y los clásicos fueron guías. 

Nosotros recordamos haber visto un anaquel de su nutrida biblioteca consagrado únicamente a las obras del célebre novelista escocés. Fue feliz en la elección de la forma y tendencia de su libro. Y al tal punto le resultó fiel la pintura de los personajes, costumbres e ideas de nuestro tiempo colonial que, a la inversa de otros libros, apagados tras momentáneo prestigio por la callada bruma del olvido, el suyo ha ido en creciente demanda y va camino, como su gemido vallecaucano, “María”, de hacerse perdurable.

“María” y “El Alférez Real” marcan dos épocas, dos tendencias literarias distintas; lo que va del romanticismo al simple naturalismo reconstructor, despreocupado de la gracia señorial y la impecable precisión del estilo. Al doctor Palacios debemos, es fuerza reconocerlo, la mejor novela de evocación escrita entre nosotros. Sin que él fuera un artista de la forma, un estilista, resulta un técnico de la novela histórica, como narración veraz e interesante. 

Sus escenas son bien conducidas, los caracteres correctamente delineados; los incidentes enlazados con encantadora sencillez; los diálogos sorprenden por su llaneza y fidelidad. Es verdad que para el lector extraño excesiva en lo que se refiere a la parle histórica del libro; pero es preciso tener en cuenta la notoria preocupación del autor, que no ha querido consentir al novelista que sacrifique un solo instante al historiador. Si a esa novela le quitamos lo que en ella toca a Daniel e Inés, nos queda una obra histórica de incontestable veracidad. No en vano hemos afirmado que fue tomada del registro civil. Allí están las actas del Cabildo y las escrituras notariales diciendo cómo es cierta esta afirmación. No se han cambiado, para el relato, ni los nombres ni los personajes reales que en él actúan. Todos, a excepción de cuatro o cinco, figuran allí con los que llevaron en la vida. Casi puede decirse que “El Alférez Real” no es una novela, sino la ficción incidental de una intriga amorosa para hacer interesante y amena la historia de la vida colonial de Cali.

Entre la aparición de “María” y “El Alférez Real” mediaron, como hemos dicho, diez y nueve años. Isaacs y Palacios fueron amigos, aunque no tan íntimamente como el mismo Isaacs y Rivera Garrido. Ambos amaron la poesía, y si por sus poemas el uno fue galardonado en Bogotá, el otro obtuvo un premio en Santiago de Chile. Al anotar esto no pretendemos parearlos como poetas. Isaacs es único. Pero los dos son los más célebres novelistas del Valle del Cauca. En ambos, como en casi todos nuestros escritores, la naturaleza ha tenido parte decisiva. Por eso, esas dos novelas son idílicas, de las cuales la una influyó considerablemente a la otra. Palacios no pudo o no supo eludir el genial dominio de Isaacs al componer su obra. De allí las coincidencias de “El Alférez Real” con “María”, a las que llamamos la atención en las notas de esta edición. Hay un gran mérito, sin embargo, en Palacios; él ha sido el único escritor nacional que, con una novela de reconstrucción, le ha dado destacada personalidad de atracción ecuménica, extraída de la esencia de su tradición y de su historia, en una ciudad en Colombia.

Desde el punto de vista regional, tiene el libro del doctor Palacios un valor inapreciable. Cuando Cali, por razón de su progreso material, por la prosperidad de su industria, por su riqueza, cultura y número de habitantes, que signifique algo más que lo que hoy representa el concierto universal, “El Alférez Real” será solícitamente buscado por todas las gentes a quienes vincule algún interés a esta tierra, para conocer sus tradiciones, para evocar su vida de antaño, para ahondar en el alma de sus gentes lejanas, o para comparar aquella sociedad patriarcal; con sus arrestos de vieja hidalguía española, pero agobiada por el poder absoluto de los reyes y mancillada por la servidumbre, con los tiempos en que el derecho ha sido ley soberana y la libertad plena garantía de ese derecho.

EL ALFÉREZ REAL,
SU NOMBRAMIENTO Y FUNCIONES

El Alférez Real era la figura culminante y de mayor influencia en la ciudad, en la época colonial. Para algunos sus funciones se reducían a enarbolar en determinados actos públicos el pendón real, para otros era la autoridad superior local. Creemos que la mejor información que podemos dar de la importancia de ese puesto, por razón de sus funciones, es la contenida en la real cédula de los albores de la Colonia, que textualmente dice: “D. Felipe II en el Pardo a 1 noviembre de 1591. El Alférez Real de cada Ciudad, Villa o Lugar entre en el Regimiento, y tenga voto activo y pasivo y todas las otras preeminencias que tienen, o tuvieren los Regidores de la Ciudad, la Villa o Lugar, de forma que en todo, y por todo sea habido por Regidor, y lo sea verdaderamente, sin faltar cosa alguna, y tenga en el Regimiento asiento y voto en el mejor y más prominente lugar delante de los Regidores, aunque sean más antiguos que él, de forma que después de la Justicia tonga el primer voto y mejor lugar y sea y se entienda así en los Regimientos y Ayuntamientos, como en los actos de recibimientos y otros cualesquiera donde la Justicia y Regimiento fueren y se sentaren: y lleve de salario en cada año lo mismo que llevan los Regidores, y otro tanto más”. 

Como se ve por esta disposición, el alferazgo no era un simple título decorativo. Como no era tampoco una distinción honorifica gratuita. A este propósito dice el doctor Demetrio García Vásquez en su erudito libro “Los hacendados de la otra banda y el Cabildo de Cali”: “El alferazo real de Cali antes que ser un título o blasón de transmisión hereditaria en la familia Cayzedo, según la creencia que hasta nuestros días ha corrido sobre el particular, impuso a sus respectivos usufructuarios fuertes cuotas de dinero y al mismo tiempo los atrajo la correspondiente resistencia que acompaña a esta clase de supremacías cotizables”. 

Antes que don Manuel de Cayzedo y Tenorio habían ostentado el título otros miembros de la familia: Juan de Cayzedo Salazar, Cristóbal de Cayzedo Rengifo, Nicolás de Cayzedo Hinestrosa y Juan de Cayzedo Jiménez. A la muerte de don Juan quedó vacante el título, el que por este motivo fue sacado a licitación. En la diligencia le fue otorgado por real cédula del rey Fernando VI, en el año 1748, a don Nicolás de Cayzedo Jiménez, hermano del Alférez inmediatamente anterior y padre de don Manuel de Cayzedo y Tenorio. El pregón para esa adjudicación no solamente se hizo en Cali, sino también en Popayán y en Quito. 

Palacios se equivoca al juzgar el alferazgo hereditario, cuando dice que “don Manuel mencionaba con orgullo una larga serie de sus nobles ascendientes, todos los cuales habían ejercido el honroso cargo de Alférez Real, de padres a hijos”. 

Entendemos que esas posiciones se otorgaban una “a vida” y otras “a perpetuidad”. No sabemos si por sentirse muy enfermo y el temor de dejar el puesto vacante, don Manuel hizo, por escritura pública, fechada el 26 de abril de 1808, cuatro días antes de su muerte, cesión de él a su hijo don Joaquín. No debió ser por tenerlo “a perpetuidad”, porque don Manuel lo había recibido de su padre de la misma forma, el 14 de junio de 1758. Y el de don Nicolás era, según la cédula citada, sólo “por los días de su vida”. 

Para apreciar mejor la autoridad del Alférez Real es necesario tener en cuenta que el mando superior en la ciudad correspondía al Cabildo.

El Autor

Eustaquio Palacios, autor de este libro, nació en Roldanillo, en el actual Departamento del Valle del Cauca, el 17 de febrero de 1830. Su madre era caleña y su padre de Roldanillo. Hizo sus primeros estudios en el convento de San Francisco de Cali, razón por la cual adquirió vastos conocimientos de latín, de los que hace alarde en algunos capítulos del libro. De Cali pasó a Popayán, donde se doctoró en derecho y ciencias políticas. 

Vuelto a Cali, permaneció en esta ciudad hasta su muerte, acaecida, de manera súbita, en las primeras horas de la noche del 6 de septiembre de 1898. Fue secretario, miembro y presidente del Cabildo. Durante diez años de 1866 a 1876, ejerció el rectorado del Colegio Santa Librada. Presidió la primera municipalidad de la provincia, en el año de 1864 y en los de 1873 y 1876. Fue también administrador provincial de hacienda nacional, inspector de instrucción pública y magistrado del tribunal de occidente. 

Sus artículos periodísticos están íntegramente contenidos en “El Ferrocarril”, seminario de intereses generales, que fundó en 1878 para colaborar desde la prensa en la obra del ferrocarril del Pacífico. Su labor didáctica quedó en unos “Elementos de gramática y literatura castellana”, y en su “Explicación de las oraciones latinas”, y su producción poética, en algunas fábulas y en el poema “Esneda”, que fue, como queda dicho, premiado en un concurso internacional. Vivía en una vieja casa colonial de la calle 13, a pocos metros de la plazuela de Santa Librada, donde tenía una pequeñísima y rudimentaria imprenta, en la cual se hizo la primera edición de este libro, y en donde se reunía diariamente, al anochecer, con un grupo selecto de amigos, para comentar, en agradable tertulia, los acontecimientos locales, los del país o los que les alcanzaban a llegar de la inquietud universal.  

La Hacienda de Cañasgordas

Cañasgordas era la hacienda más grande, más rica y más productiva de todas las cuantas había en todo el Valle, a la banda izquierda del río Cauca. 

Su territorio era el comprendido entre la ceja de la cordillera occidental de los Andes y el río Cauca, y entre la quebrada del Lili y el río Jamundí.

La extensión de ese territorio era poco más de una legua de norte a sur, y varias leguas de oriente a poniente.

El aspecto de esa comarca es el más bello y pintoresco que puede imaginarse. Desde el pie de la empinada cordillera que tienen allí el nombre de los Farallones, se desprende una colina que va descendiendo suavemente en dirección al río Cauca, en más de una legua de desarrollo: su forma es tan simétrica, que no se observa en ella una protuberancia ni un bajío; tampoco se ve árbol alguno, ni arbustos, ni maleza, porque es limpia en toda su extensión y está cubierta de menuda grama. Podría ser digno asiento de la capital de una gran nación, y gozaría de una perspectiva tan poética y de horizontes tan vastos, como no los tiene tal vez ciudad alguna. Un templo que se edificara en la parte media de esa colina, con una fachada al Oriente, y con sus torres y su cúpula, sería un monumento verdaderamente grandioso, y su aspecto sublime para quien lo contempla desde lejos. 

Descendiendo por la colina, se ven a la derecha vastas praderas regadas por el cristalino Pance, que tienen por límite el verde muro de follaje que les opone el Jamundí con sus densos guaduales; a la izquierda, graciosas colinas de cubiertas de pasto, por entre las cuales murmura el Lili, casi oculto a la sombra de los carboneros; y allá abajo, en donde desaparece la gran colina, se extiende una dilatada llanura cubierta de verde césped, que va a terminar en las selvas del Cauca, y que ostenta, colocados a regulares distancias, árboles frondosos, o espesos bosquecillos, dejados allí intencionalmente para que a su sombra se recojan a sestear los ganados en las horas calurosas del día. 

Por todas partes corren arroyos de agua clarísima, que se escapan ruidosamente arrebatados por el sensible desnivel del terreno y que van a llevar al Cauca el tributo de sus humildes raudales. La riqueza de la hacienda consistía en vacadas tan numerosas, que el dueño mismo no sabía fijamente el número de reses que pacían en sus dehesas, aunque no ignoraba que pasaban de diez mil. Era casi tan opulento como Job, quien por su riqueza “era varón grande entre todos los orientales”, antes de ser herido por la mano de Satanás. Allí había partidas de ganado bravío, que nunca entraban en los corrales de hacienda, ni toleraban que se les acercara criatura humana. Los toros cargados de años, sultanes soberbios de esos serrallos al aire libre, grandes, dobles, de gruesa cerviz, de cuernos encorvados y de ojos de fuego, se lanzaban feroces contra la persona que se les ponía a su alcance, lo cual ocasionaba frecuentes desgracias, principalmente en los transeúntes peatones que se aventuraban a atravesar la llanura sin las precauciones necesarias. Además de las vacadas, había hatos de yeguas de famosa raza. Extensas plantaciones de caña dulce con su respectivo ingenio para fabricar el azúcar; grandes cacaotales y platanares en un sitio del terreno bajo llamado Morga. En la parte alta había muchos ciervos, en tanta abundancia que a veces se mezclaban con los terneros; y en la montaña, y en las selvas del Cauca, abundante caza de todo género, cuadrúpedos y aves. Piezas bien condimentadas de diferentes animales de monte figuraban frecuentemente en la abundante y suntuosa mesa de los amos; y con más frecuencia, aunque sin condimento, en la humilde cocina de esclavos. De éstos había más de doscientos, todos negros, del uno y del otro sexo y de toda edad; estaban divididos por familias, y cada familia tenia su casa por separado. Los varones vestían calzones anchos y cortos de lienzo de Quito, capisayo de lana hasta y sombrero de junto; no usaban camisa. Las mujeres, en vez de la basquiña (llamada “follado” en el país) se envolvían de la cintura abajo un pedazo de bayeta de Pasto, y se terciaban del hombro abajo otra tira de la misma tela, asegurados aquél y ésta en la cintura; y cubrían la cabeza con monteras de paño o de bayeta, hechas de piezas de diferentes colores. La mayor parte de esos negros habían nacido en la hacienda; pero había algunos naturales de África, que habían sido traídos a Cartagena y de allí remitidos al interior para ser vendidos a los dueños de minas y haciendas. Estos eran llamados “bozales2, no entendían bien la lengua castellana, y unos y otros la hablaban malísimamente. A esa multitud de negros se daba el nombre de cuadrilla, y estaba a órdenes inmediatas de un capitán llamado el tío Luciano. Eran racionados todos los lunes, por familias, con una cantidad de carne, plátanos y sal proporcionada al número de individuos de que constaba cada una de ellas. Con este fin se mataban cada ocho días más de veinte reses. Todos los esclavos, hombres y mujeres, trabajaban toda la semana en las plantaciones de caña; en el trapiche moliendo caña, cociendo la miel y haciendo el azúcar; en los cacaotales y platanares; en sacar madera y guadua de los bosques; en hacer cercas y en reparar los edificios; en hacer rodeos cada mes, herrar los terneros y curar los animales enfermos; y en todo lo demás que se ocurría. Pero se les daba libre el día sábado para que trabajaran en sus provecho; algunos empleaban este día en cazar guaguas o guatines en el río Lili o en los bosques de Morga, o en pescar en el Jamundí o en el Cauca; otros, laboriosos y previsivos, tenían sus labranzas sembradas de plátano y maíz , y criaban marranos y aves de corral: Estos, a la larga, solían librarse dando a su amo el precio en que él los estimaba, que era por lo regular de cuatrocientos a quinientos patacones. Cuando un marido alcanzaba así su libertad, se mataba en seguida trabajando para liberar a sus hijos y a su mujer, y esto no era muy raro. A la falda oriental de la gran colina que hemos descrito, estaba la casa de la hacienda, que hasta ahora existe, con todos los edificios adyacentes, casi a la orilla de la quebrada de Lili. Esa casa consta de un largo cañón de dos pisos, con un edificio adicional a cada uno de los extremos, los cuales formaban con el tramo principal la figura de una Z al revés. A continuación de uno de estos edificios adicionales estaba la capilla, y detrás de está, el cementerio. La fachada principal de la casa da vista al Oriente, y tenía en aquella época un gran patio al frente, limitado por las cabañas de los esclavos, colocadas en línea como formando plaza, y por un extenso y bien construido edificio llamado el trapiche, en donde estaba el molino, movido por agua, y en donde se fabricaba el azúcar. La casa grande en el piso de bajo sólo tenía una puerta en la mitad del corredor del frente, la cual daba entrada a la sala principal, y al patio interior, a los lados de la sala había recámaras. En el piso alto, había sala, recámaras y cuartos. Los muebles de la sala eran grandes canapés forrados en vaqueta, con patas torneadas imitando los del león, con una bola en la garra; sillas de brazos con guadamaciles de vaqueta grabados con las armas de la familia con sus colores heráldicos, oro, azul y grana; una gran mesa de guanabanillo, fuerte y sólida, que servía para comer, pues en aquel tiempo las salas principales servían de comedor, y no era todavía conocida esta última palabra; en una de las esquinas de la sala estaba el aparador, construcción de cal y ladrillo, compuesto por tres nichos en la parte baja, y una gradería encima de los nichos, que iba angostándose gradualmente hasta terminar en el vértice de las dos paredes. En los nichos estaban las tinajas llenas de agua, con relieves; y en las gradas, toda vajilla de plata y de porcelana de China, muy fina y transparente. Esta porcelana se colocaba de manera que presentara el fondo con todos sus colores y dibujos a la vista de los espectadores: el aparador era el gran lujo de las casas ricas. En las recámaras estaban las camas de las señoras, de grandes dimensiones, de maderas finas, bien torneadas y con columnas doradas; sillas de brazos, poltronas aforradas en terciopelo o en damasco; y tarimas con tapetes, arrimadas a las ventanas, llamadas estratos, en donde se sentaban las señoras a coser o bordar. Los muebles del segundo piso eran semejantes a los del primero. En todas las piezas había cuadros de santos al óleo, con sus marcos dorados y con relieves, trabajados unos en España y otros en Quito, y todos los de bastante mérito. Tal era, a grandes rasgos, en 1789, la hacienda de Cañasgordas, que pertenecía al muy noble y rico señor don Manuel de Cayzedo y Tenorio, Coronel de milicias disciplinadas, Alférez Real y Rigidor perpetuo de la muy noble y leal ciudad de Santiago de Cali. La ciudad tenía esos títulos por Cédula Real, y el mismo origen tenían los de don Manuel de Cayzedo. Sospechamos que a ese sitio se le dio el nombre de Cañasgordas deducido de los extensos guaduales que por allí se encuentran, principalmente a las orillas del río Jamundí; pues sabido es que los conquistadores daban a la guadua el nombre genérico de caña, y pues que por ser tan gruesa la llamaban gorda. Así se lee en la obra del Padre Fray Manuel Rodríguez, jesuita hijo de Cali, publicada hace dos siglos y titulada “El Marañón o Amazonas”.
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